Friday, January 06, 2017

Cuento de la noche de Reyes





La noche de Epifanía está llena de simbolismos, ilusiones y aventuras desde mucho antes de que nos la endulzase William Shakespeare en su comedia "Twelfth Night, or What You Will". En esta parte del mundo se celebra la adoración de los magos relatada en el evangelio de Mateo (2, 1-2) como una tradición antigua. Magos, que no reyes, imposición monárquica de la época más moderna, cuando la traducción de lo que en la "Vulgata" y en la Biblia del rey Jaime son "hombres sabios", sin atribuciones políticas. Para que luego hablen de manipulaciones.

En una población cercana, tradicionalmente religiosa y de confesionalidad católica, desde siempre han recibido a los Magos, que llegan a la ciudad por una oscura carretera ascendente, con unos farolillos de cartulina. Antes de bujías y ahora de bombillas LED. Desde hace unos años, entre las decoraciones de los farolillos se incluyen unos con un símbolo de una estrella cuatribarrada, que igual sirve para demostrar identidades como para recordar la estrella de los Magos. Este año se habían casi agotado y sólo se repartieron los restos del anterior. Pero algún iluminado intolerante dio en interpretar que esos farolillos representaban una manipulación política de los niños y un asalto al estado central. Publicado en la prensa, desató un alud de rasgaduras de vestiduras, desmelenamientos y despropósitos. Especialmente por parte de los voceros de la intolerancia del estado hacia cualquier cosa que no se acomode a la ranciedumbre de sus incoherencias históricas. El resultado ha sido que la demanda de farolillos se agudizó y al final éste año la cabalgata de los Magos fué recibida con más farolillos que nunca, con estrellas, barras o estelas de cometas y jolgorio colectivo. Y el año que viene, más.

En la ciudad donde vivo hace años que la cabalgata, entre la iluminación de las calles y las aglomeraciones, se decidió prescindir de las antorchas que acompañaban la cabalgata por motivos de seguridad y recomendación de los bomberos. Los Magos llegan aquí por mar, en una de las barcas de pesca que hacen un breve trayecto desde el muelle de pescadores, que en realidad queda a poniente, hasta la escalera de autoridades del puerto comercial. O sea que muy "del Oriente" no vienen. Pero la ilusión de la chiquilleria no está para detalles geográficos. Desde allí arranca la cabalgata con sus carrozas de cartón piedra, una cohorte de romanos a caballo, que lo de la romanidad aquí está muy arraigado, y un camión de los bomberos con su largísima escalera. Abre y cierra la cabalgata la Guardia Urbana con motos, coches, luces estroboscópicas y aullidos de sirenas.

Como cada año, nos fuimos a casa de la tía Maria Dolores a ver la cabalgata. Vive en una zona más céntrica en un piso alto dotado de mirador, con buenas vistas. Nos recibe con un despligue de canapés primorosos, bandejas de jamón, dulces, turrones y un enrome roscón de 60 centímetros que encarga a la pasteleria del señor R., famoso por su estupenda crema pastelera. El roscón está decorado con frutas escarchadas que sólo me gustan a mí, piñones tostados y azúcar, y relleno de mazapán. Entre el mazapán se oculta una figurilla de ceràmica de representación variable para el más afortunado, y una haba seca, que tocará supuestamente al que tenga que pagar el roscón. Tal cosa no llega a tener realidad, como no sea para embromar a algún nuevo cuñado que no esté al tanto de que la tía Maria Dolores ya pagó el roscón al encargarlo.

Mientras los niños correteaben por el largo pasillo y los demás le dábamos un tiento al vino, se fue acercando la hora de la cabalgata. Al oirse ya las sirenas de la Guardia Urbana, agolpados en el mirador y quejándose de que no veían bien, como también sucede cada año, decidieron bajar a la calle para ver la cabalgata y así poder alcanzar algun caramelo de los que echan los pajes a la multitud. De hace un tiempo los caramelos estan etiquetados como que "no contienen gluten", una sensibilidad que hay que agradecer a la comisión de fiestas.  

Matilda, Lina, Nora y Pol quisieron bajar en ascensor. Esta tropa vive habitualmente en barriadas periféricas semirurales, de viviendas de una planta. Hábiles en trepar árboles, sortear márgenes, subir peñascos o saltar las olas pastueñas del Mediterráneo, todavía se fascinan ante artilugios urbanos como los ascensores o las escaleras mecánicas de los grandes almacenes.

Y, de repente, aquí se detuvo el tiempo.

En realidad lo que se detuvo fue el ascensor. Entre la planta tercera y la cuarta. El ascensor pertenece a una época en que los ascensores se añadieron a las viviendas ya construidas, ocupando el hueco de la escalera. Pero de eso hace ya tiempo y su vetustez sería merecedora de alguna renovación. El caso es que se quedó entre pisos, con los niños atrapados. Los gritos ante el percance al principio iban en la dirección de que los sacasen de allí porque se iba a pasar la cabalgata sin poder verla. Pero al poco ya tenían la angustia del encierro. Acudimos todos al rellano más próximo y a voces, porque no se alcanzaba a ver el interior del ascensor, las madres intentaban tranquilizar los maullidos, en dos o tres idiomas, porque son de culturas diversas. Por fin se consiguió que el más mayor nos diese el número del teléfono del mantenimiento del ascensor, impreso en un cartelito encima de los botones. Menos mal, porque, como enseguida se dijo, alguien podía haber tenido la idea de inscribir el numerito de marras "fuera" del ascensor. 

En estos días de teléfonos móviles, se marcó el número de los ascensoristas para topar, ¡como no! con un contestador automático anunciando el horario de oficina, ya ampliamente superado a la hora de la cabalgata y una propuesta de número para emergencias ininteligible. Hicieron falta cinco llamadas a la obtusa grabación para entre dos o tres llegar a completar la secuencia numérica. Atendió el operario, muy amable, pero cuando dijimos donde era el problema, enseguida vino a notar que, desde donde estaba, un poligono industrial de la periferia, le iba a llevar un rato. Además con todo el lío de la cabalgata, el tráfico estaba cortado en muchas calles y no sabía cómo iba a llegar. Le ofrecimos un trayecto alternativo y vino a decir que haria lo posible. Bajamos a la calle porque en la calleja de la esquina habían cerrado el tránsito y allí había un funcionario de la vigilancia de aparcamientos, para explicarle el incidente y anunciarle que el técnico intentaria llegar por la bocacalle. El hombre, con una cierta impotencia por escapar la cuestión de sus responsabilidades, nos dijo que mejor llamar a la Guardia Urbana. Eso hicimos y al poco se personaron dos amables agentes que ante la situacion manifestaron su incapacidad técnica para afrontar el asunto.

Mientras, los gritos de los encerrados habían cesado ante los esfuerzon tranquilizadores de la madres. Eso empero, apenas resultaba tranquilizador para los demás que, al no oír nada, nos preocupábamos por saber si todo iba bien.

Apareció un vecino que nos informó que en el último piso, el sobreático, en algún sitio debía haber una llave para abrir la puerta del ascensor desde fuera. Tras la escalada, efectivamente se encontró la llave, pero al mismo tiempo, la prudencia nos vino a decir que abrir la puerta podía crear riesgos adicionales y, además, al estar el ascensor detenido entre plantas, tampoco iba a permitir sacar a los niños. Entonces llamamos a los bomberos. Los de la Guardia Urbana dijeron que eso es lo que hay que hacer, que los bomberos están para estas cosas. Claro que los bomberos iban en la cabalgata con su camión de escaleras, pero que seguro que había más bomberos y que ya sabrían sortear las dificultades de tráfico que la cabalgata determinaba.

Y llegaron los bomberos que, de momento, no propuesieron muchas soluciones y, al saber que el tècnico estab supuestamente de camino, pues que mejor esperar su llegada. Mientras subían y bajaban escaleras, desde el portal hasta el sobreático para ver si daban con la caja de fusibles, apareció un tanto agobiado, el técnico de los ascensores. No estaba claro si por la situación y la aglomeración de gente en la escalera, de vecinos, guardias, bomberos y familia todos hablando a la vez, o por tratarse de niños los encerrados, no acertaba a encajar la llave para abrir la puerta del ascensor y acceder a los mecanismos. 

Finalmente y con la ayuda de un bombero encaramado por encima de la caja que abrieron la puerta exterior. Entonces anunció que iba a bajar el ascensor hasta el portal y que podrían salir. Abajo se fueron casi todos mientras que Lina, desde dentro del ascensor y según nos dijo luego, explicaba a sus primos, ella siempre en lo peor, que iban a cortar los cables y que el ascensor caería hasta abajo!!
Pero no. Cuando tocó el mecanismo el ascensor subió como un palmo. Dijo algo ininteligible, el bombero que estaba arriba se separó y el ascensor subió un par de palmos más. Y luego otro tanto, suavemente y como en cámara lenta. Finalmente llegó al nivel de la cuarta planta. Por fin la puerta se pudo abrir al empujar un resorte que fija la puerta el bombero que estaba arriba.

Allí estaban los cuatro atrapados, acurrucados en el suelo del ascensor, con cara de incredulidad y muy quietos. Con un grito de "Fuera!", los agarré de la ropa y de tres tirones los saqué en un montón a los brazos de sus madres. ¡Bieeen!

Ahí empezaron los llantos y gemidos de alivio de la tensión vivida que se hubiesen prolongado de no ser por un grito de "¡Vamos a ver el final de la cabalgata! y se lanzaron todos en tropel por las escaleras y a la calle.

La tia Maria Dolores se quedó firmando un parte de averias con el técnico mientras que los bomberos y los guardias salieron tambén corriendo porque recibieron un aviso de un accidente en la otra punta de la ciudad.

A la carrera subimos hasta el Ayuntamiento justo para ver a los Magos y los pajes, descabalgados de las carrozas de cartón piedra y algo azacaneados por el trajín de la cabalgata, que aún tuvieron tiempo para acariciar a los más pequeños antes de subirse al estaribel que habían preparado en la plaza para que saludaran al gentío.

Cumplido el trámite, todos a casa. Una cena presurosa y a la cama. Aún no eran las 9 y los niños se quedaron fritos en un minuto, menos Pol, el más mayor, que medio despierto le iba dando vueltas a la aventura.

No lo van a olvidar nunca. Yo tampoco. Aunque este cuento podemos concluirlo con el título de otra de las obras de Shakespeare: "All's well if ends well".