Pues quizá era todavía el Pleistoceno inferior que tuve un encuentro fugaz con Massiel. En un pasillo. De un hospital.
De pie y en la entrada del servicio de Pediatría del hospital estaba una dama como vistosa o, digamos, llamativa, a quien no pude identificar, con cara de angustia, a la que presté escasa atención.
Hay que añadir que en aquel entonces y en aquel sitio no era infrecuente encontrar personajes más o menos pintorescos o, como ahora se entiende, famosos.
Al cabo de un rato dábamos de alta un niño que se había pillado un brazo en la puerta del ascensor y que habían atendido en el servicio de Traumatología. Me dirigí a su madre, la dama en cuestión, con cortesía elemental para asegurarle que las lesiones curarían sin secuelas y en poco tiempo y que acudiese a la consulta para revisión en unos días.
No fue hasta el día siguiente que en la prensa, y luego al cabo de pocos días en la prensa del colorín, apareció la noticia de que el hijo de Massiel había tenido un percance y había sido atendido en el hospital. Y supe entonces quien era la dama.
Las acelgas creces silvestres en un talud que bordea el depósito de aguas que hay cerca de donde vivo y sirven de alimento a la numerosa colonia de conejos que allí habita. Cuando hicieron el talud utilizaron como relleno tierras procedentes de una zona de huertas cerca del río y con ella llegaron las semillas. Sólo las he “cosechado” una vez y, frescas y hervidas, eran naturalmente comestibles.
No quisiera mostrar entusiasmo por las acelgas y otras verduras verdes, válganos la redundancia, como las espinacas, las borrajas y las coles. Que haya "verduras" que no sean verdes es una rara ocurrencia; se las llama hortalizas, que viene de huerta, como ojeriza de ojo y paliza de palo. Siempre he creído que detrás de la insistencia de madres y dietistas expertos en la conveniencia de ingerir verduras por lo de la fibra, el potasio y otras bondades, existe alguna maldad.
Me produce una cierta resistencia comer cosas cuyas bondades no están en su aspecto, gusto, aroma o consistencia, sino porque sirven para cagar y mear bien, mantener la tensión arterial controlada y prevenir el cáncer de colon.
Y que nadie se escandalice porque parezca que traiciono los sacrosantos principios de la profesión que ejerzo. Los médicos tratamos enfermos y enfermedades. Si puedo parafrasear a Clemenceau (¿o era Tayllerand?) cuando hablaba de guerras y guerreros, creo que la salud, la Salud con mayúscula, es una cosa demasiado seria como para dejarla en las pecadoras manos de los médicos.