Semejante desproporción o injusticia, en el país con la economía mas potente del mundo (aunque no el más rico, porque eso se mide de otra manera), sólo ha merecido una atención marginal por parte de los gobiernos del Partido Republicano, hasta ahora en el poder en la etapa Bush. Y similar atención por el actual candidato del mismo partido, el senador McCain.
Además de ser un sistema sanitario injusto en su distribución, su administración es enormemente dispendiosa. Lo es tanto por el costo de su gestión que alcanza hasta un 35% del costo total en salud, como por la tremenda carga que representa para los profesionales. Los médicos se ven obligados a gastar tiempo y dinero en ordenar y organizar sus datos para poder facturar a las todopoderosas organizaciones de administración (HMO, equivalente a las mutuas) que, a veces, no se hace merecedor del esfuerzo.
Barack Obama ha prometido un cambio sustancial en la política sanitaria. Su programa recoge una buena parte de las propuestas que el matrimonio Clinton había diseñado durante el último mandato de Bill, y que formaban parte del programa de Hilary durante la larga campaña de las primarias del Partido Demócrata.
Esto incluye acciones para mejorar la calidad y disminuir los costes de la atención sanitaria mediante tecnología de la información, mejorar los cuidados preventivos y incrementar la atención a las enfermedades crónicas. Asimismo propone nuevas regulaciones en la administración de farmacia para reducir los costes de la medicación, entre otras cosas permitiendo la adquisición de fármacos en el extranjero, donde suelen ser más baratos.
También pretende, mediante modificaciones en los impuestos, ofrecer soluciones a quienes que, por sus ingresos no tienen acceso a la beneficencia del programa Medicaid, pero que tampoco alcanzan un nivel económico suficiente como para pagarse un seguro privado, puedan asegurar a sus hijos, por lo menos. De esta forma al menos todos los niños estadounidenses tendrán cobertura sanitaria estatal.
Además se propone ofrecer recortes en los impuestos a las pequeñas y medianas empresas que ofrezcan planes de salud en los contratos de sus empleados, algo que, actualmente, solo hacen las grandes empresas y corporaciones.
Una mirada superficial puede dar la impresión de que todo esto son poco más que parches. De alguna forma sorprende que un gobierno tan poderoso no sea capaz de ofrecer salud publica a todos sus ciudadanos tal y como estamos acostumbrados a tener en Europa.
La razón está en que, realmente, el poder de la administración federal norteamericana, el de la presidencia, es mucho menor de lo que aparenta. Especialmente en aquellas materias que no esten ya reguladas. El ejecutivo sólo puede proponer leyes y sus modificaciones. pero luego estas tienen que ser aprobadas por el poder legislativo del Congreso y del Senado que, aunque en ambos pueda existir una mayoría partidista favorable al ejecutivo, los representantes electos, congresistas y senadores, no tienen necesariamente que seguir las directrices del partido al que pertenecen de una forma tan uniforme como lo hacen los parlamentarios españoles o de algunos otros países democráticos.
Congresistas y senadores se deben al electorado de sus distritos. Y tambien a quienes financiaron sus campañas electorales, a menudo las propias HMO o las compañías farmacéuticas, cuyos intereses económicos pueden no coincidir con las iniciativas del futuro presidente.
Incluso la obviamente saludable intención de reducir los exagerados costes administrativos de la gestión sanitaria puede encontrar oposición, porque esa administración genera múltiples puestos de trabajo y otros intereses económicos. Esos trabajadores y esas empresas cuyo futuro pueda quedar comprometido, indudablemente valoran más ese futuro que los beneficios que a la salud de sus conciudadanos pueda aportar una reforma radical del sistema sanitario.