Empecé a escribir, a falta de otro
soporte de escritura, en el reverso de eso que ahora llaman “tarjeta de
embarque”. Lo que las compañías de vuelos de bajo coste exigen que se imprima
en un papel DIN A4, a partir de lo que te envían cuando haces la reserva por la
Internet. Las salas de espera de los aeropuertos siempre me estimulan a la
escritura. Es una forma de pasar el tiempo algo más creativa que leer el
periódico del día anterior y hace años que renuncié a llevar libros en los
viajes: no los leo y al deshacer el equipaje al regreso acabo lamentándolo.
En los aeropuertos, unos lugares que he llegado gradualmente a odiar
cordialmente, el tiempo se alarga indefinidamente y me faltan estímulos para el
entretenimiento. En otro tiempo eran mi lugar de encuentro con “El Sabinoso”,
ese personaje que protagonizó una serie larga de artículos de periódicos
dedicados a una chapuza histórica de la ciudad donde vivo. Nos encontrábamos en
aeropuertos de todo el mundo y aprovechábamos las esperas para hablar de lo divino (poco) y de lo humano (más). Ahora hace ya tiempo que no coincidimos
principalmente porque mis viajes aéreos se han ido espaciando notablemente.
Ya en el avión, seguí escribiendo el
inicio en un flamante cuaderno de campo que había incluido en mis amplios
bolsillos al iniciar el viaje y que no había estrenado aún. Hace ya años, con
mis primeros encuentros con la antropología, añadí a los achiperres que llevo
en excursiones y viajes un cuaderno de campo al que suelo hacer poco caso.
Luego me arrepiento porque la memoria es fugaz y es mejor recoger la
información en algún soporte más duradero. En cambio no utilizo grabadoras
electrónicas que serían más prácticas, ni videos. Mis fotos, como aquí se puede
ver por las adjuntas, son escasas y malas. Le quite su cubierta de celofán y
estuve unos minutos con la bola en la mano buscando dónde dejarla. La azafata a
quien le propuse que lo tirara a la basura me dijo que me esperara y la bola de
celofán acabó en el suelo. Me dio tiempo a escribir media docena de hojas del
cuaderno con esa caligrafía que tengo, cada vez más deteriorada por falta de
uso. Antes de lo que esperaba los altavoces anunciaron nuestra llegada al
destino y la misma azafata que antes no me hizo caso me conminó a que levantara
la bandeja para el aterrizaje.
Después decidí acabar esta reseña
escribiendo de nuevo a mano, por continuidad del esfuerzo, y he tardado
bastantes días en transcribirlo a una máquina por si alguien quiere leerlo.
De Porto Ferro a la Cala del Turco es un
paseo una mañana de junio por la Costa del Coral de Cerdeña. Una combinación de
paisaje, botánica esplendorosa y aromas inolvidables que representan una
experiencia feliz.
La excursión se planteó como recurso para
ocupar ya avanzada la mañana del último día de una visita de diez a la isla del
Mediterráneo italiano.
Teníamos la base en Alghero, Alguer o L’Alguer según sea en
italiano, sardo o catalán, la ciudad catalana de Cerdeña desde la que habíamos
visitado prácticamente todo el norte de la isla combinando viajes en automóvil
con largas caminatas en diferentes trayectos.
El día se correspondía a una primavera
mediterránea. Amenazaba lluvia a pesar de estar ya mediado junio y de hecho
llovió por allí cerca, tierra adentro, como pudimos comprobar a nuestro regreso
a casa, pero no donde estuvimos nosotros.
Desde Alghero tomamos la carretera SP55
hacia Sassari, la capital de la provincia del norte sardo, y a los pocos
kilómetros nos desviamos hacia la izquierda por la carretera que conduce al Cabo
Caccia,
área de aparcamiento en un promontorio justo al sur de la playa de Porto Ferro.
La playa de Porto Ferro ocupa el fondo de
una amplia cala con una superficie de arena blanca de más o menos 700 metros
sobre la que rompen las olas del Noroeste de manera que la hacen un lugar
preferido para surfistas.
El área de parking es una superficie de
media hectárea de tierra apisonada, rodeada de una verja de maderos rústico en
aspa. Cuando legamos nada más había un autocaraván que aparentemente acababa de llegar y
que se marchó al poco rato. Esta zona de aparcamiento es sólo memorable por un
incidente que, un par de semanas antes, había afectado al perro de nuestra
anfitriona: el saltarín caniche de nombre “Daudet” en recuerdo y homenaje a
Alphonse, el autor del Tartarín, que ya nos había acompañado en otros viajes y
que nos era muy familiar. Daudet había sufrido un percance al ser alcanzado en
sus cuartos traseros por un automóvil que maniobraba, o eso suponíamos porque
no hubo testigos y el caniche no nos lo pudo contar. A resultas del golpe
estuvo resentido varios días, aunque el solícito veterinario que le atendió no
halló ninguna lesión de importancia.
Encontré en el suelo un palo como de un
palmo de largo, grueso de dos dedos y me dirigí al perro para explicarle que
ese era el tipo de palo que los propietarios de perros estúpidos—los
propietarios y los perros—utilizan para lanzarlo para que el animal lo recoja y
lo devuelva.
La dueña del perro mostró su escepticismo de que
Daudet hiciese caso, lo mismo que los demás caminantes. Daudet tiene una ganada
fama de descastado, travieso e independiente. Es un espíritu libre como su
también poco disciplinada dueña.
Para sorpresa de todos, una vez dadas las
instrucciones, lancé el palo una decena de metros y Daudet salió como un rayo a
buscarlo y me lo trajo. Siguieron los comentarios oportunos sobre la habitual
indisciplina del can y las risas. Pero repetí el ejercicio un par de veces más
y Daudet respondió adecuadamente. En ese momento tanto el pero como yo nos
cansamos del juego porque lancé el palo acompañando el gesto con un exabrupto
y, lógicamente, ya no le hizo caso.
El camino de tierra que conduce al borde
del acantilado, a unos 100 metros se separa a la derecha para llevarte a la
antigua torre de vigía o faro que protege el costado sur de Porto Ferro. Es una
construcción de piedras apiladas unidas con argamasa, de unos 8 metros de
altura y seis de diámetro. Data de la baja Edad Media, probablemente construida
por los catalanes que ocuparon la isla en 1340.
Una brisa moderada del Noroeste nos
despeinaba (bueno, a mi no, por razones obvias de mi alopecia) y en el borde
del acantilado nos obligaba ajustar las prendas de cabeza y a abrocharnos las
de cubierta, apenas unos cortavientos porque la temperatura “oficial” hacia el
mediodía debía alcanzar los 18 grados. Esa misma brisa ponía en evidencia el
aspecto de la vegetación. Los árboles, fundamentalmente algunos pinos, y los
arbustos mayores aparecían inclinados por los vientos marinos que habitualmente
azotan la costa. Los arbustos más pequeños aparecían arrapados al suelo arenoso
y eran estos precisamente los que aportaban el extraordinario espectáculo de
color. A pocos metros del borde de los acantilados y por una franja de medio
kilómetro se extiende una estupenda alfombra de matorrales: Artemisa, romero,
mirto, jara blanca, lentisco y dos docenas más de especies que mi ignorancia
botánica es incapaz de nombrar,
todos ellos en la explosión floral primaveral. Cualquiera imagina lo que haría
Monet con un paisaje similar.
Más allá, cuando y al parecer el viento
del mar lo permite, crece un tupido bosque de pinos que se extiende sin fin
tierra adentro.
La verja de maderos cruzados que pone
límite a la plataforma sobre el acantilado tiene unos 300 metros. Cuando
termina a la izquierda, se inicia el sendero o vereda que recorre la costa. Un
plafón de medio metro clavado en el suelo, informa de las distancias. Al lado
de sendos escudos del distrito y del municipio figura una anotación que indica
que se trata de un espacio protegido y que las tareas de preservación están
financiadas con fondos de la Unión Europea. La indicación señala tres destinos:
la Cala del Turco, la Cala del Vino y la Cala Porticciolo, y una cifra sin
identificación de unidades: 1.35, 2.0 y 4.5. Nos llevó un tiempo decidir si
eran unidades de distancia, en kilómetros, o por el contrario eran indicaciones
de tiempo de duración de la caminata. Finalmente llegamos a la conclusión que
eran horas y minutos caminados a un ritmo rápido de 4-5 kilómetros por hora,
cosa no fácil y menos teniendo en cuenta nuestra edad, forma física y empeño,
que nos iban a mantener bastante por debajo de esas marcas.
El sendero es un poco rompe-piernas
porque representa una sucesión de subidas y bajadas a cada una de las calas y
promontorios que se van sucediendo en la costa cada 500 o 600 metros. Las calas
son rocosas, obviamente inaccesibles desde el mar, con numerosos escollos en
sus senos y fondos rocosos sobre los que rompen las olas, ese día no demasiado
bravas, pero que la brisa marina que antes comentaba las levantaba algo más de
un metro en alta mar.
En la primera cala, justo a la derecha
del sendero, una peculiar formación rocosa en capas de sedimentación de salida
a un pequeño manantial
de agua dulce que vierte al mar. No lo descubrimos hasta nuestro paseo de
retorno, pero es de señalar porque es la única fuente del entorno. El manantial
se remansa un poco entre las rocas y finalmente alcanza el mar por un caño no más grueso que un tubo de dos pulgadas. Como manantial natural y procedente de
lo que parece una cuenca pluvial deshabitada, dimos por bueno que el agua fuese
potable.
El camino continua culebreando por el
borde del acantilado que en sus puntos más altos apenas debe alcanzar los 50
metros sobre el nivel del mar. El suelo del sendero es en ocasiones arenoso y
en otras pedregoso. Especialmente en los tramos ascendentes—o descendentes
según se vaya—las lluvias han descarnado el terreno y las rocas y piedras
pequeñas te recuerdan que es un camino de monte para el que se precisa calzado
adecuado de suela recia.
Una hora de camino después se llega al
promontorio que anuncia la Cala del Turco. Ésta es más profunda que las
anteriores, adentrándose más de medio kilómetro para dar en una playa de cantos
rodados, que no creo que le pusiese muy fácil el desembarco al turco que da
nombre a la cala. Como en otras zonas del Mediterráneo, se adjudica el nombre
de algunos accidentes geográficos como “del Moro” o “del Turco” a lugares
bastante inaccesibles o dificultosos, probablemente utilizados por piratas para
desembarcar precisamente por ser más difíciles y, por ello, escasamente
vigilados.
El paseo de regreso permite disfrutar del
espectáculo del matorral florecido desde un distinto ángulo de luz, si cabe más
espectacular. Probablemente la brisa no nos permitió disfrutar mejor de los olores de
la agrupación de plantas aromáticas del promontorio, privándonos de una
experiencia más.
Discretamente sofocados por la caminata
nos detuvimos en la balconada de palo cruzados para dar una última mirada a la
espectacular costa, mientras su dueña intenta convencer a Daudet de que se meta
en el coche y emprendemos la vuelta a casa.
Una brillante mañana de paseo, poco menos
que “trekking” deportivo que nos cerró muy satisfactoriamente unas vacaciones
inolvidables.
En la mesa nos esperaba una enorme
bandeja de “spaghettini” aderezados con una sabrosa combinación de verduras,
rociados del estupendo queso sardo de oveja “pecorino” rallado y regados con
vino blanco local en cantidades algo más generosas que lo que prudencia
aconseja, lo que acabó de alegrar la jornada.
Y a otra cosa.
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