Ensayo general para la extinción de la especie
Con el desescalamiento del confinamiento...miento,miento, miento…. parece recuperarse una imagen de calles o paseos llenos de gente, expresiones más o menos jubilosas de niños jugando en unos días primaverales brillantes y soleados...que en realidad apenas ocultan la negra situacion de miles de hospitalizados y decenas de miles de cadáveres que deja el rastro de la actual epidemia del CoViD-19.
Aún así, la magnitud de la catástrofe está muy lejos de otras padecidas por la humanidad en pasados más bien recientes. Aunque sólo llevamos una docena de semanas de epidemia y es esperable que las víctimas se continuen produciendo por un tiempo, apenas exceden la víctimas de otras epidemias ya incoporadas a nuestra cultura y, por ello, amortizadas, como la gripe estacional, la malaria, el SIDA o la tremenda gripe del 1918. Y eso sin contar los desastres de las dos Guerras mundiales y el sumatorio de los conflictos bélicos prolongados en el tiempo desde entonces.
Pero ha sido la rapidez de la propagación del virus y su notable letalidad que ha desordenado toda la estructura social mundial hasta extremos no conocidos. Se trata de una epidemia de la mundialización, eso que mal traducen como “globalización” que es un anglicismo, que en pocas semanas se ha distribuido por todo el mundo. La transmisión del virus es por vía aérea, pero no tanto por que se inocule por via respiratoria sino porque se ha extendido por las vias aéreas, las lineas aéreas. Es notable la mayor incidencia en las áreas o ciudades que tienen un aeropuerto con vuelos internacionales, y mucho menor en las que están más alejadas, aunque con algunas peculiaridades no fácilmente explicables como es la tremenda afectación en el norte de Italia. En cualquier caso, el CoViD-19 viaja en avión.
La respuesta de los gobiernos y de las sociedades, al seguir las indicaciones de las autoridades sanitarias, ha sido el confinamiento de las poblaciones. Ha habido una coincidencia en que, alejándose unos de otros, se podía conjurar el fenómeno. Parece , además, la respuesta lógica: lo contrario a la promiscuidad de los viajes transoceánicos es quedarse encerrado en casa. Que ese confinamiento conlleve la detención total de toda la actividad económica, de todo el tránsito rodado y de toda otra actividad social, no se ha apreciado hasta que se ha producido. Ninguna otra epidemia anterior había tenido esta respuesta. Aunque se trate de una medida temporal, está claro que las secuelas serán considerables y que van a cambiar el mundo tal y como lo conocemos. El distanciamiento físico de otras personas, eufemísticamente denominado “distanciamiento social”, va condicionar la vida durante un tiempo difícil de calcular. La actividad desarrollada por los servicios sanitarios, ya desbordados, tambien muestra que, con dificultades, se dispone de recursos, al menos en los paises industralizados, de proveer una respuesta de contención. En cualquier caso, revela una voluntad de resistirse al ataque de la epidemia, en espera y esperanza de otros medios más directos.
Indudablemente se va a culpabilizar gobiernos e instituciones por su falta de previsión y a denostar líderes por sus decisiones erráticas, contradictorias y tan a menudo inútiles. Pero también se van oyendo atribuciones causales al actual modo de vida, la hiperconcentración de poblaciones urbanas o el desprecio a la conservación de la naturaleza en el desarrollo de la epidemia. Evidentemente que es una epidemia del siglo XXI tanto en el origen como en la respuesta. Pero el convencimiento general es que se le puede vencer. O eso queremos creernos.
De alguna forma se ha ido perdiendo el miedo a la posibilidad de que, algo así como una epidemia, pudiese ser algo ominoso y definitivo.
En los años posteriores a la II Guerra Mundial y, sobre todo, al desarrollo de los ingenios nucleares como armas de guerra, la amenaza de una posible destrucción de todo el planeta por un conflicto generalizado estaba muy presente. En los años 50 del siglo pasado se construyeron o designaron miles de refugios para protegerse de la radiación que una explosión atómica podía causar. A partir de la proliferación de armas atómicas se alcanzó el punto de que la MAD, Mutual Assured Destruction, hacía cualquier iniciativa indeseable. Nadie sobreviviría. Y con el paso de los años, la política de disuasión acabó enfriando del todo la Guerra fría y las gentes dieron en pensar en otras cosas. Conviene recordar que ese escenario sigue existiendo y que seguimos a un paso de que algún loco apriete el botón nuclear. Y locos no faltan.
Unos cuantos accidentes que han afectado instalaciones que utilizan la energía atómica también nos han recordado que los peligros existen sin necesidad de que existan conflictos. Accidentes como el de la central de Three Mile Island (Pennsylvania, 1979), de Chernobyl (Ukrania, 1986), Vandellós 1(aquí al lado, 1989) y el más reciente de Fukushima Daichi (Japón, 2011) dejan evidencia de que la radiacion ionizante puede tener otros orígenes que no las bombas. Y que eso no lo resistiremos confinándonos en nuestras casas.
La literatura fantástica y el cinema está llenos de obras con referencias más o menos apocalípticas que se han convertido en un género propio. Se leen o se visualizan con un cierto regodeo por que, al final, algún fenómeno milagroso acaba evitando el desastre total. No menos populares son los relatos postapocalípticos, de un mundo desolado y la supervivencia llevada al extremo que, de alguna manera, se ha ido introduciendo en la cultura popular.
La realidad supera a menudo la más desatada de las ficciones. Y en la realidad no llega un momento que se encienden las luces, dejamos el timbal de palomitas, nos levantamos de la butaca y salimos a la calle.
El CoVid-19 bien puede ser un ensayo general de la posible desaparición de la especie. En cualquier caso, lo será de un mundo notablemente diferente del que conocemos. Y tendremos que aprender a gestionarlo con eficacia.
XA.
2 may 2020
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