Tuesday, May 21, 2024

"A hostias!"

 A hostias!!

Relato escrito en 2007, publicado no sé muy bien dónde.

A hostias!… 


(Una historia real) 


Pues resulta que las monjitas del convento de las hermanas de la Contemplación Cristiana, una más de la miríada de órdenes religiosas femeninas de las que, según se asevera, ni el Papa conoce su número, hace ya un tiempo decidieron ampliar su cristianísima dedicación a la elaboración industrial de formas sagradas, panes, para la consagración y comunión. 

Su antiguo convento se encuentra en la feraz huerta valenciana, medio oculto entre naranjos y con un amplio jardín cuya tapia coincide con el cauce de un torrente por el que hace milenios que no corre el agua, pero cuyo cauce freático permite llenar continuamente el pozo del convento. Tal fortuna ha permitido siempre disponer de un considerable caudal que, con la ayuda de una bomba aspirante, las monjitas trasladan a un aljibe de notables dimensiones. Al crecer la demanda de agua en el entorno, las industriosas religiosas dieron en vender agua a los sedientos, en este caso representados por unos cuantos constructores de la zona que con regularidad acudían a llenar sus remolques cisterna al aljibe. Del producto de este no del todo legal trasvase se nutría la escasa hacienda del convento. 


Del manejo y mantenimiento del pozo y su bomba extractora se ocupa regularmente “SorTornillo”, cariñoso mote adjudicado a la hermana Maria Engracia de la Caridad de Todos Los Santos, por su afición a la mecánica y al trajín de destornilladores y llaves inglesas. Sor Tornillo fue en el siglo Gracita Suarez-Salazar y Alvarez de Toledo, hija póstuma de los marqueses del Santo Encino, a quien su mala cabeza condujo por tortuosos caminos al servicio del Señor. Su padre murió en un accidente de aviación, cuando pilotaba su propio aparato y en la inconfesable compañía de un mecánico, mozo jaquetón con quien se le atribuyeron relaciones extracurriculares. La marquesa embarazada de 36 semanas no pudo resistir las implicaciones de la tragedia y se puso de parto, del que nació Gracita. Una grave complicación hemorrágica del parto sumada a la indecisión de los médicos, se llevó de este mundo a la marquesa, quedando Gracita en compañía de sus seis hermanos al cuidado de sus tíos. De moza resultó evidente que había heredado de su padre la afición por los aviones y los mecánicos de aviación. De unos y otros aprendió los secretos de la mecánica pero no los del control de la natalidad, por lo que a los 16 años ya había tenido dos embarazos indeseados que, aunque resueltos con eficacia en un prestigioso Instituto ginecológico de Barcelona, llevaron a sus tíos a internarla en un riguroso colegio de Segovia. Se fugó del colegio, hizo la ruta de Ibiza y Katmandú en compañía de un retro-hippy, se pateó Centroamérica con un joven médico progre y su caída del caballo le sobrevino cuando se paró a ayudar a unas monjas cuya destartalada furgoneta había dejado de funcionar una lluviosa tarde en Chiapas. Ella les reparó el carburador y las monjas le repararon su también destartalado espíritu, para entonces bastante agotado de dar tumbos. Colgó el zurrón y las sandalias de “cumbayá” itinerante, se quitó de los canutos y abrazó con pasión el hábito religioso. Una redistribución de la orden la llevó, junto a otras religiosas mejicanas jóvenes de regreso a España y a la comunidad valenciana. Ahora se encarga del mantenimiento del convento. 


Viendo la Madre Superiora que los devengos de la venta de agua no acababan de sanear la magra fortuna conventual, dio en pensar que la elaboración industrial de hostias podía ser una solución de futuro. Pan y agua parecía una dieta de desarrollo comercial muy de acuerdo con los votos de pobreza a que obligaba la orden. La anunciada visita papal al Encuentro Mundial de las Familias hizo que la propuesta fuera bienvenida en el arzobispado. Tiempo ha, en el convento se había fabricado “pan de ángel” de forma artesanal. El proceso era simple pero laborioso. Requería materiales de primera, harina de almidón candeal, agua bendita del pozo y el planchado en caliente de las obleas que luego se taladraban de la hoja con un artilugio de palanca. Pero la producción con este método era escasa y el preció de la hostias no se puede decir que sea inflacionario. Casi al mismo precio por kilo que el pan. Y las hostias pesan poco. Fue Sor Tornillo la que sugirió que se buscase una forma más rápida, más industrial de fabricación. Tras largas pesquisas, al final dieron con un industrial catalán que había diseñado un complicado artilugio para la fabricación de obleas para la industria repostera. Propuesto el asunto, fue fácil adaptar el diseño para la fabricación de hostias. El chisme se componía de una tolva para la entrada de la pasta de almidón y un juego de cuatro planchas de teflón calientes para hacer las obleas, más unos mecanismos para desplazar las obleas hasta otra máquina que las recortaba automáticamente en la forma deseada. Con dos tamaños, las grandes para la consagración y las pequeñas para su distribución a los fieles comulgantes. Llegaron a un acuerdo con el fabricante en el precio del aparato: 40.000 euros. Pero llegaron a un acuerdo mejor. Le pidieron al industrial que les hiciese una factura “pro forma” de 60.000. Y luego un descuento de 20.000 € aparte. La factura de 60.000 era para presentarla al arzobispado que era quien financiaba la compra. La diferencia se quedaría en el convento, para sus santas obras. Al industrial catalán le pareció algo peculiar el trato, pero como “la pela és la pela” y, al fin y al cabo, quien pringaba era el arzobispado de Valencia, se prestó al chanchullo sin demasiadas reticencias. Menos gracia le hizo cuando en el pago le hicieron una retención de seguridad y garantía de 6.000 euros, aplazada a un año. Con todo, se firmó el contrato de compra-venta y ambos contratantes se avinieron que en caso de discrepancias, se acogían a lo que determinasen los juzgados de Barcelona, que era donde se había realizado la transacción. 


Instalado el chisme, al cabo de unas semanas el industrial creyó oportuno visitar el convento para comprobar el funcionamiento. No tomó la precaución de anunciarse previamente y una mañana veraniega se plantó en el convento de los naranjos. Le hicieron esperar en la cancela un buen rato. Luego le medio atendieron, pero le hicieron esperar un rato más. Cansado, exigió ver a la superiora, anteriormente excusada por estar entretenida en sagrados menesteres de oración y ya al mediodía fue finalmente recibido. Le plantearon un buen número de quejas, algunas referencias al calor que hacía y no le dejaron ver el aparato instalado. Harto de la pérdida de tiempo y algo confuso se alejó del convento y paró en un bar que encontró en el cruce de la carretera a reponerse del sofocón y las calorinas.  


El bar estaba desierto excepto por un sujeto, con aspecto de labriego huertano, ya entrado en años, que sorbía lentamente una cerveza. Pidió un refresco y cuando había tomado un par de sorbos, se le acercó el labriego. A un saludo breve siguió la pregunta de si había estado en el convento. 


Es que me ha parecido verle en la puerta. 

Vine a ver la instalación de la máquina de hacer hostias—explicó. 

Joder! Desde que trajeron la máquina, en ese convento están pasando cosas muy raras. 


Hablaba despacio, en valenciano huertano, pero los tacos los decía en español. El catalán seguía su conversación en su idioma que, al fin y al cabo y diga lo que diga la Generalitat Valenciana del PP, es el mismo. El relato prolijo, lleno de circunloquios e imprecisiones, entreverado de exabruptos y tacos, le abrieron a la visión popular de lo que pasa tras las tapias de un convento. 


“….Que diu uns dels que porten els tractors a per l’aullia, que ha vist les monges en pilotes, Collons !! » 

« Aixó son collonaes" terció el tabernero 


Pues lo cierto era que la máquina, que en síntesis, es un horno, desprende un calor considerable. Al catalán no le extrañó que quien estuviese trabajando con ella, y si le sumas las calorinas del cambio climático, prefiriese andar ligero de ropa. Lo que no pudo colegir eran los efectos de la temperatura en la disciplina y el recato en la comunidad religiosa. Y mucho menos que, de alguna forma, el cambio, literalmente, de hábitos pudiese haber trascendido fuera del convento. Y todavía menos que la experiencia de despojarse de ropa se hubiese convertido en, primero, un juego y luego una juerga monjil con sus componentes pitiáticos al lanzarse algunas de las profesas a alocadas correrías por los pasillos del convento como Dios las trajo al mundo. Que si así las trajo, así podían seguir. 


El industrial catalán se volvió a su casa pero, al cabo de una semana recibió una requisitoria de un bufete de abogados con la exigencia de devolver el dinero de la máquina y aceptar su devolución. La superiora había llegado a la conclusión que la maldita máquina, encargada para el alto y santo menester de fabricar hostias, era un invento del maligno que estaba poniendo en jaque la estabilidad del convento y decidió devolverla. Y recuperar los dineros, claro. No pudiendo acudir a los servicios jurídicos del arzobispado por temor a que se descubriese la chapuza financiera de la adquisición, a través de un cuñado, había contratado los servicios de un bufete de esos multitudinarios y con el encargo de realizar las gestiones con la máxima discreción. El cuñado, un meapilas próximo a la  Obra con influencias, comprometió al socio mayoritario del bufete a conducir la reclamación y mantenerla en secreto. 


Pero el industrial fabricante de la máquina no estaba, literalmente, para hostias. Argumentó que aún le debían el dinero de la retención de garantía, se negó a reposeer la máquina y que si querían algo que le llevasen a la justicia. Tal sucedió al cabo de unas pocas semanas. Los tejemanejes de un procurador avispado dieron con el sumario en el somnoliento juzgado número 37 de la Ciudad Condal. Razones insondables hacían del juzgado quizá el único que no padecía el tremebundo retraso por acumulamiento de casos que agobia y colapsa la justicia española. El juez, un joven valor de la nueva judicatura, era un jienense algo holgazán que, sin embargo, aspiraba juez estrella siguiendo la estela de su paisano Garzón. Se tomó el pleito con un cierto desdén, como casi todos los otros, su mente en otro sitio y su mirada recurrente en el culo de la tetuda secretaria que le atendía. 


En el sumario de alegaciones no figuraban muchos detalles de la parte económica de la transacción y, en cambio, se engordaba con referencias técnicas sobre rodamientos, galgas, termostatos, extrusiones y otras misteriosas alusiones a disfunciones productivas y “outputs” anómalos. Ante las dificultades de comprensión, como de costumbre, solicitó un informe pericial. 


El Colegio de Ingenieros Industriales le mando un facultativo de los que tenían en la lista, un sesudo profesional profesor de la Politécnica que necesitó dos semanas para elaborar el informe. Los razonamientos iban en la línea de que, tratándose de un diseño hasta cierto punto experimental, se debía dar la oportunidad al fabricante a reparar los defectos que hubiese y restablecer el funcionamiento adecuado de la máquina. Consultadas las partes, el letrado que asistía al industrial pronto se avino a las propuestas de la pericial. Pero las monjas no. Que ni hablar, que el chisme no funciona, que no quieren ni verlo, que se lo lleven y les devuelvan el dinero. Ante la insistencia en los dineros, al industrial no le quedó más remedio que ilustrar a su abogado en el chanchullo de los pagos y la factura doble para que, sin que llegase a oídos del juez, amenazar a la otra parte con dar publicidad al asunto. Pues ni por esas. La superiora, que siempre había mantenido un tono comedido llegó a gritar a su cuñado y a los abogados, acusarlos de insensibilidad porque era una pobre monja e invocar a todos los santos de la corte celestial a que le asistieran en tal trance. 


Anotadas las discrepancias con la pericial, el juez no tuvo más remedio que celebrar una vista a la que acudieron las partes representadas que organizaron un considerable barullo con las explicaciones técnicas. Y otras más bien estéticas o gastronómicas. Al parecer las hostias salían a veces pegadas y apelmazadas. Las grandes, gruesas como galletas María que al partirlas dejaban migas por todas partes. Las pequeñas pegadas en ristras con formas inverosímiles. A su señoría le picó la curiosidad cuando el industrial, a través de su abogado argumentó que no le habían dejado ver la máquina instalada ni las formas. El argumento de que en el convento no se podía entrar porque era de clausura estimuló su natural prepotencia; ante un juez no hay clausura que valga. Y así decidió que se personaría en el convento a la primera oportunidad para comprobar personalmente que estaba pasando. 


Tras un cuchicheo con la secretaria, fijó la visita para el siguiente lunes. El abogado del industrial ofreció llevarlos en su coche, pero su señoría tenia otros planes. Aunque salieron juntos en caravana de Barcelona para no perderse, el abogado y el industrial en su coche y el juez y la secretaria en otro, a la altura de Peñíscola, desde el teléfono móvil, el juez les indicó que siguiesen adelante, que ellos ya llegarían después. Y que no se preocupasen porque se perdieran, que para eso llevaba un GPS de última generación. El abogado del industrial le comentó que debía ser un GPS marca “Control”, a lo que siguió una risita conejil de complicidad. 


Con Control o sin él, su señoría y la secretaria no legaron al convento hasta ya avanzada la tarde. El juez aparecía con la cara airada y los ojos brillantes, no está claro si por el viaje o por la excitación de violentar el sagrado del conventual. Se sentía investido de todo el poder de la justicia. Entraron todos en tropel, o al menos eso pareció pues nunca antes habían entrado en el convento hombres seglares que, con sus pasos fuertes y decididos, parecían hacer temblar las siempre mudas paredes de la institución. Les acompañaban todas las religiosas en ordenadas filas de a dos. Llegados a la dependencia donde estaba la máquina el juez, a instancias del industrial, pidió que la pusieran en marcha. Como llevaba días sin funcionar la temperatura en la estancia era normal y hasta agradable, fresca y a la vez seca. Pero nada más encenderla se empezaron a oír unos extraños ruidos procedentes de las partes móviles. Gruñidos y gemidos, como medio sofocados y luego rítmicos acompañados de resoplidos. Y así durante unos pocos minutos hasta que el ritmo se hizo más rápido y terminó con un “¡Aaaahhhhhh!” obviamente orgásmico. Y al cabo de unos segundos volvió a empezar la cadencia. 


Y lo peor es que las hostias salen así—dijo la superiora mostrándolas. En una tapa de cartón aparecían hostias enganchadas adoptando una figura algo peculiar, pero que la secretaria identificó inmediatamente. 



El industrial rápidamente adujo que eso se podía reparar sin problemas y que lo de los chirridos y gemidos se debía a que no se habían cumplido las recomendaciones de lubrificación prescritas. Al abogado se le escapó una risita que no pudo reprimir al oír hablar de lubricantes, el industrial replicó que con el calor los lubricantes se hacen más fluidos, la secretaria se sumó a las risas, al juez se le subió el pavo, el industrial se quejó: 


“¡Collons!, que parlo en serio” 


La otra monja presente gritó 


“¡El dimoni mos cerca!!!”4 saliendo despavorida de la estancia. 


Y otra recordó el refrán pre (y ante) autonómico: 


“Que mos han enrredat. Que català i home de be, no pot ser” 


Se pusieron a hablar todos a la vez, la superiora excitada reclamaba sus dineros, el juez perdió los papeles, intentado imponer el orden a gritos pero, fuera de su jurisdicción y sin agentes de la autoridad presentes, sus esfuerzos resultaban inútiles. 


Al final echó a empujones al industrial que gritaba:


 ¡A hosties, acabarem a hosties!!!! y salieron todos del azacaneado convento. 


Como acabó saliendo a la luz lo del chanchullo de la doble facturación, el juez se inhibió hasta que se aclarase la cuestión y que interviniese el arzobispado, al fin y al cabo, parte interesada. De momento el lío, convertido en pleito canónico, yace junto a otros legajos en la mesa del canónigo doctoral de la archidiócesis. Éste, un asturiano tripudo que hizo la licenciatura en Comillas, con más afición a las paellas que a la fabada y pocas prisas, ha enviado los procedimientos al Santo Oficio a Roma por si las moscas, o por si los demonios. 


Xavier Allué 1 abril de 2007 

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