Los santos inocentes (texto recuperado de diciembre de 2008)
En un goteo continuo se suceden las noticias en nuestro entorno sobre malos tratos y violencia contra los menores: niños golpeados por sus padres, asesinados de un tiro, abandonados al poco de nacer en un contenedor de basuras o, lo que aún es peor, abandonados a su suerte por las mismas instituciones que tienen el deber de protegerlos. Y ello sin contar, a escala mundial, con los miles de menores que cada día son víctimas de negligencia, esclavitud, explotación como soldados, abusos sexuales y muerte en las más variadas circunstancias. Como especie no parece que sepamos cuidarnos de nuestras crías.
No se trata de un fenómeno nuevo. Cuando hablamos que en otros tiempos la expectativa de vida era de cuatro o cinco décadas, no es más que el resultado de la media aritmética entre los que nacen y la edad de los que mueren. Las muertes precoces, en la infancia, son las que bajan la media de la expectativa de vida. Hace ya tiempo que la tasa de mortalidad infantil se ha convertido en el patrón oro de la salud de una población. Sin embargo, que se haya reducido a cifras mínimas, por debajo de los 5 por mil nacidos, cuando hace 100 años era de 200 por mil, no ha reducido las situaciones de abuso y malos tratos.
Parece que no se dé valor a los niños aunque, recientemente, parece que se les haya puesto precio: 2.500 euros. Como ayuda a las familias no deja de tener un aire de cierto populismo. Como símbolo de lo que vale un niño me parece espantoso.
Siendo los niños los elementos más débiles de nuestra sociedad y, además los protagonistas de nuestro futuro, las sociedades civilizadas han generado mecanismos para su protección. En la nuestra datan de 1904 cuando se promulgó la Ley de Protección a la Infancia que adscribía la protección de los menores al Ministerio de Justicia. Los distintos avatares legislativos han dejado la protección a los menores en las manos de los gobiernos de las comunidades autónomas. Sin embargo, la mayor proximidad a los ciudadanos y beneficiarios de la protección no ha llegado a ofrecer garantías suficientes de tal protección. En Cataluña cinco mil niños figuran en las listas de víctimas de malos tratos, negligencia y abandono. Hasta 40.000 son objeto de explotación laboral más o menos tolerada, entendida como la asignación de tareas sin compensación salarial y que, además, limita la actividad escolar obligatoria.
Estas cifras, sin embargo, rara vez alcanzan el rango de titulares en los medios. Sí lo hacen en cambio, por su dramatismo, las instancias en que los malos tratos tienen manifestaciones físicas. Y sobre todo cuando tales incidencias ocurren de forma reiterada a pesar de haber sido denunciadas, como los casos conocidos de las niñas Alba y Claudia en el pasado reciente. Entonces saltan todas las alarmas. Son los peores malos tratos: la negligencia y el abandono institucional.
Pero ello es así, no tanto por que haya menores que sufran las consecuencias, sino porque lo que se pone de manifiesto es la inoperancia de las instituciones y agencias y la desidia de los funcionarios responsables. Ni siquiera la intervención de entes supuestamente independientes de las administraciones como el Síndic de Greuges, alcanzan a establecer responsabilidades claras como se ha visto en el reciente informe referente a la niña Claudia, donde se reparten culpabilidades en tono menor y se eleva un llanto por la falta de recursos. Las responsabilidades administrativas y políticas no se han, más de un año después, depurado.
Al cabo, parece que sólo se puede llegar a rendir cuentas de las disfunciones cuando la prensa, los medios de comunicación, ejercen una función de vigilancia y denuncia.
Vista la disfuncionalidad de las instituciones, cabe a los medios insistir sobre la necesidad de aspirar a la excelencia en la protección, denunciar las deficiencias y mantener la vigilancia sobre nuestros menores, la única apuesta y perspectiva de futuro de esta sociedad.
Xavier Allué
Tarragona, diciembre 2008