Con el título "Difteria, para cuando el miedo cambie de bando" publico en el blog de Pediatría social una reseña de actualidad. Esta viene a ser la versión larga:
Cuando se anuncia un caso de difteria en la población de Olot (La Garrotxa, Girona) con grave evolución e ingreso en la UCI del Hospital Vall d’Hebrón de Barcelona, se disparan todas las alarmas. Hacía treinta años que no se producía un caso. Evidentemente se trata de un niño no vacunado.
Para cuando empecé a estudiar Medicina, la difteria en epidemia me era conocida por la novela de Luisa Forellad “Siempre en capilla”, ganadora del premio Nadal de 1953. Ello incluía la polémica sobre la personalidad de la autora desatada en los círculos culturales de Barcelona en los años 50. El tema, una epidemia de difteria a finales del siglo XIX en un suburbio de Londres y la lucha por conseguir una antitoxina configuraban una situación enormemente dramática. Con escaso pudor, algunos críticos se atrevieron a decir que una escritora novel (Luisa Forellad tenía 26 años) no podía haber escrito aquel texto estupendo. Llegaron incluso a decir que era la traducción de un manuscrito de un desconocido autor inglés. Falacias y malos rollos del mundo editorial barcelonés de la postguerra. Incluso la traducción resultaba improbable porque, si no me equivoco, por aquella época Luisa Forellad no dominaba el inglés. O sea que difícilmente podía haberlo traducido.
"Siempre en capilla" se incorporó al elenco de mis lecturas que en aquellos años forjaban vocaciones de médicos: "La historia de San Michele" del escandinavo Axel Munthe, "Cuerpos y Almas" del franco-flamenco Maxence Van der Meersch, "La ciudadela", del inglés A.J. Cronin, "No serás un extraño", enorme dramón norteamericano de Morton Thompson y alguna más. Novelas de médicos, algunas llevadas a la pantalla de cine con éxito diverso.
La difteria me acompaña desde siempre. La vacuna de la difteria era obligatoria en España desde 1943, el año en que yo nací. Obligatoria en el sentido de muchas otras obligaciones en un período histórico no democrático. Mi padre, pediatra, me vacunó cumplidamente a partir del verano de ese año, según pude comprobar en un, largo tiempo extraviado, calendario vacunal. Como al año siguiente me vacunó de viruela. De esto tengo el testimonio de una hermosa cicatriz ovalada todavía visible en mi brazo izquierdo. Tuve esa fortuna.
Personalmente, mi sorpresa es que los médicos que han atendido al niño hayan sido capaces de precisar el diagnóstico. Y con ella mi respeto y consideración a su agudeza diagnóstica y precisión procedimental. Creo que se puede afirmar que la inmensa mayoría de los médicos que actualmente atiende niños en este país nunca vieron un caso de difteria. Mi experiencia personal viene ligada a mi edad. Los primeros casos de difteria que tuve oportunidad de ver eran de cuando la tremenda situación de precariedad social acumulaba un considerable contingente de población en barracas en la periferia de Barcelona en los años 60 del siglo pasado. Esta población, en su mayoría procedente de zonas rurales del sur de España, tenía un estado vacunal deplorable, entre otras tremendas deficiencias sanitarias.
Los casos de difteria que vi, en el servicio de Urgencias de Pediatría del Hospital Clínico de Barcelona tuvieron una evolución variable. Recuerdo distintivamente al Dr. Gregorio Peguero llevando a cabo una traqueotomía en la sala de curas del servicio, con un notable dramatismo añadido. La traqueotomía formaba parte de los recursos terapéuticos en los casos de oclusión de la vía aérea a que conduce la infección diftérica. Me llevó un tiempo comprobar que, con una mínima habilidad, una intubación endotraqueal por la boca puede solventar el problema sin echar mano del bisturí.
Las características clínicas de la difteria están ampliamente descritas en la literatura científica y académica. la fiebre elevada, la inflamación faríngea, las adenopatías cervicales, la obstrucción de la vía aérea, etc. Pero hace falta pensar en ella, especialmente en ausencia de una situación epidémica. El diagnóstico lo confirma un cultivo faríngeo. Hay que recordar que la faringe alberga una multitud de microrganismos que deben considerarse flora saprofita, inocua. De hecho los únicos agentes bacterianos causantes de faringitis serían, además del ubicuo Estreptococo β hemolitico tipo A, el S. viridans y el Corynebacterium difteriae, las pasteurellas (pestis y turalensis), y el gonococo. Cuando aparecen en un cultivo de exudado faríngeo en un paciente sintomático, se puede afirmar que son la causa de la infección. El Mycoplasma y la Bordetella pertussis son también patógenos en la garganta pero no causan faringitis. Lo mismo que sucede con el neumococo o el meningococo, presentes en la garganta y que producen enfermedades en otros órganos pero no faringitis.
La evolución sin tratamiento lleva a un progreso de la infección incluso más allá del istmo de las fauces con la formación de membranas purulentas que ocluyen la vía aérea. Además, la miocarditis tóxica acompaña a la mayoría de los casos fatales, que no son pocos. Cuando la caída de la Unión soviética y el desmembramiento de la URSS y el desorden subsiguiente, produjo un desabastecimiento de vacunas, se desencadenó una epidemia de difteria que causó 150.000 víctimas y más de 4000 muertes.
Para tratar el caso diagnosticado en Cataluña ha hecho falta recurrir a los stocks de antitoxina diftérica disponibles en la Federación Rusa, ya que en el entorno de la Unión Europea eran inexistentes.
Quizá es hora que el miedo cambie de bando. Se da por entendido que el empleo de las vacunas en general es fruto del miedo a padecer las enfermedades prevenibles. Prevención y prevenir son conceptos que incluyen actitudes, de una forma u otra, temerosas. Uno se previene porque teme algo y las enfermedades infecciosas graves, a menudo mortales, que han aquejado a la infancia durante siglos, pueden meterle el miedo en el cuerpo a cualquier madre.
Sin embargo, la considerable caída de la incidencia de muchas de esas enfermedades puede haber generado una sensación de cierta impunidad en las gentes. La experiencia de la muerte infantil en Occidente es prácticamente inexistente. Si se exceptúan los ocasionales procesos neoplásicos y los accidentes, cualquier niño que supere el período neonatal tiene garantizada su supervivencia hasta la edad adulta. Eso no ha sucedido sólo por la mejoría en las condiciones de vida, la higiene y la sanitarización de ciudades y viviendas, la nutrición suficiente y la atención a las enfermedades, una gran parte se debe a la prevención activa de las enfermedades transmisibles.
Hace siglos del “más vale prevenir que curar”. Y además de valer más, es más barato. La distancia entre el coste de la vacuna, de unos pocos céntimos y los 585 euros de cada día de hospitalización, calculando por lo bajo, en una UCI pediátrica, es considerable. Quizá también sea hora de anunciar a los antivacunas que sus decisiones son muy caras y que deberían ellos afrontar su coste.
Tampoco es que las vacunas sean una cosa moderna. La "vacuna" por antonomasia, la vacuna de la viruela, que se obtiene de la viruela de las vacas y que permitió la erradicación de esa enfermedad en todo el mundo, se empezó a utilizar hace doscientos veinte años.
Privar a un niño de su derecho a ser protegido es una maldad. Privar a un niño de protección, de una protección eficaz como son las vacunas, es una agresión sin paliativos a sus derechos a la integridad física y a la supervivencia. No vacunar a un niño no es tratarlo bien, como a todos los demás. Es tratarlo mal: una forma de maltrato. Y eso es un delito de omisión de asistencia a un menor, perseguible de oficio. A mi los padres antivacunas me merecen escaso respeto. Sus argumentos son erróneos y falaces, su composición social de entre las clases más privilegiadas en educación y medios económicos, sus posturas próximas al pijerío insolidario, sus principios socio-religiosos en el borde del sectarismo. Unos incoherentes que se abrochan el cinturón de seguridad de sus automóviles e instalan programas antivirus en sus ordenadores personales, pero privan a sus hijos del derecho a protegerse de males indeseables. Me va a costar muy poco al próximo padre que se manifieste antivacunas y su hijo enferme de algo evitable, llevarlo ante el juez.
A mi entender así debería ser. No está lejano el tiempo en que a familias desestructuradas de la marginación, negligentes en los cuidados de sus hijos, víctimas estos de abandono y falta de cuidados, la ausencia de las vacunas ha sido utilizada como argumento por parte de los servicios sociales para obtener la retirada de la custodia o patria potestad a los padres.
En algunos países, notablemente en el estado de New York, en EEUU, la mera falta de acudir a las visitas de seguimiento del pediatra de Atención Primaria es suficiente para abrir un expediente de retirada de las ayudas sociales y, con ello, como la manuntención de los hijos es difícil, promover la retirada de la custodia. Tremendos métodos burocráticos que, en aras de la eficacia, se ceban en los segmentos de población más desprotegidos. Otra cosa parece ser cuando unos padres estúpidos o desinformados, generalmente de clases sociales privilegiadas, deciden no proteger a sus hijos de males conocidos y terribles, por capricho u obcecación. Ahí los poderes sociales acaban mirándolo con benevolencia y consideraciones a las libertades individuales. Y los niños a sufrir.
Nuestra sociedad occidental es así de injusta, incoherente y cargada de prejuicios.
Será pues cuestión de meter miedo a los padres imprudentes. Que entiendan que si no tratan bien a sus hijos, igual no se merecen tenerlos.
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1 comment:
Más claro agua; como pienso igual que tú, te muestro un resumen que hice hace unos días en un cartel llamativo en mi dirección de facebook : https://www.facebook.com/noalsobrepesoinfantil/photos/a.752169418201184.1073741828.747985131952946/826625594088899/?type=1&theater
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