Estos días hemos visto un cruce de
“cartas” dirigidas a los catalanes (Felipe Gonzalez) o a los
españoles (Artur Mas) que invitaban a recuperar el estilo epistolar
de comunicación.
La coincidencia de la encrucijada
histórica de Cataluña y un pequeño tropezón de salud, de esos que
ayudan a concienciarse de la fugacidad del tiempo, me lleva este fin
de semana a dirigiros este texto que, muy probablemente escribo más
para mi que para vosotros. Igual bastaba con un “WhatsApp”,
pero ya os he oído decir más de una vez que tengo una tendencia a
convertir cualquier conversación en una ponencia. O sea que
paciencia.
Parte del motivo es reconocer la
responsabilidad asumida de que lo que pueda ser vuestra relación con
Cataluña arranca de la decisión de traeros a Tarragona en 1984
cuando ya vuestra infancia estaba encarrilada. La decisión tenía
dos bases principales como constantes: los orígenes familiares de
vuestra madre y míos y la oportunidad profesional. La oportunidad
profesional había condicionado los diferentes cambios de residencia
desde que constituimos la familia. Tal es la historia de muchas
familias y, retrospectivamente no estoy seguro de que sea justo; los
hombres llevan sus familias donde su ocupación les conduce, dándole
al resto de la familia, notablemente al otro miembro de la pareja,
nada más que la oportunidad de adaptarse.
Cuando se pone en marcha el actual
proceso político en Cataluña surgen las continuas referencias a la
“nación” y se argumenta sobre el origen de la población según
dónde haya nacido como condicionante de nacionalidad. Cada uno de
vosotros es un ejemplo de la futilidad del lugar de nacimiento: uno
no nace, lo nacen. Por eso puede haber dificultades cuando uno tiene
que decir “de dónde es”.
Yo mismo ha pasado por esa experiencia.
Como sabéis, mis padres fueron unos novios de guerra, con lo que
tiene eso de situación inestable. Mi padre nacido en Zamora pero
criado en Valladolid, de dónde era su padre, se casó con mi madre
extremeña con un abuelo inglés. Aunque mi padre se instaló en
Zamora con un puesto de trabajo estable y con unas relaciones
sociales firmes, cuando yo tenía tres años decidió cruzar toda la
península y venirse a Tarragona a un puesto de trabajo similar y por
razones varias que nunca he aclarado del todo. Entiendo que no fue
tanto que se viniese a Tarragona, donde no había estado jamás, sino
que “se fue” de Zamora donde, muy probablemente, sus relaciones
sociales y sus perspectivas de futuro no eran tan favorables como
cualquiera pudiese pensar.
A todos los efectos, y haciendo
abstracción de hecho de mi nacimiento y esos tres primeros años de
mi vida, yo “era” y soy de Tarragona. Como la situación política
postbélica era la que era, yo no entendía que fuese “catalán”.
Para mi entorno yo era “castellano”, aunque poco después, para
mi familia extremeña y castellana éramos “los catalanes”.
Ahora es algo difícil recordarlo para
mucha gente, pero en los años 40 la población de Tarragona era
catalana y hablaba mayoritariamente catalán. Aunque el castellano
fuese la lengua impuesta, oficial y en la que se producían todas las
transacciones oficiales, la enseñanza, los medios de comunicación—a
la sazón sólo prensa y radio—o los rituales, la gente entre ellos
hablaban catalán. La reconocida represión de la lengua autóctona
no empezó a tener efecto hasta la década siguiente. Mi padre
aprendió catalán en poco tiempo, ciertamente un catalán muy
degradado, porque así era el de la época, lleno de españolismos. Y
yo aprendí a jugar en catalán. Sólo en catalán porque entre mis
amiguetes no se hablaba otra cosa. Nunca supe lo que eran “canicas”
hasta que lo leí en alguna novela de mayor, ni como se decía
“mismus”, ese juego de
saltar a caballo sobre uno agachado en español. Para cuando fui a
vivir un invierno a casa de mis abuelos en Mérida, en 1955-56, ya
era mayor para jugar en la calle.
Cierto
que no hablaba catalán habitualmente pero formaba parte de mi
cultura. Cuando fuí a estudiar a Barcelona, nada más llegar al
colegio mayor—la Residencia de Estudiantes de la Diputación de
Barcelona—el conserje me encaminó hacia la sala de juegos donde
estaba el bar. Era la hora del café y allí ejercía su ministerio
el director, el catedrático de Filología Catalana, Dr. Marsà.
Rodeado de colegiales iba preguntando a cada uno quien y de dónde
era. A mi se dirigió, en catalán, preguntando “¿Cuándo ha
venido usted?”. Yo respondí con una sola palabra: “Enguany”.
Enseguida pontificó: “Vosté és de Tarragona, oi?”.
Con el Dr. Marsà aprendí a leer—no exactamente a escribir—catalán
en unos cursos que se hacía en la residencia.
Puedo
hacer un salto en el tiempo de 15 años realmente cruciales de
completar la carrera y la especialidad, irnos a América y luego al
País Vasco, pero para cuando llegamos a Ibiza ya fue un reencuentro
con la lengua catalana—eivissenc—de
uso común. Para entonces resultó ser una continuidad, fomentada al
asociarme al Institut d'Estudis Eivissencs. Para 1979 ya formaba
parte del Concili de Pediatres de Llengua Catalana, que acogía
pediatras del Principado, Les Illes, el País Valencià, Andorra, el
Rosellón y hasta un representante de l'Alguer.
En el regreso a
Tarragona intervino, en primer lugar, la disponibilidad de la plaza
de Jefe de Servicio que había quedado vacante tres años antes por
la jubilación de mi padre. En segundo lugar la proximidad a centros
universitarios donde poder daros una carrera, cosa que desde Ibiza
hubiese resultado casi imposible de afrontar económicamente. Y algo
más distante el proyecto de sanidad para Cataluña que me vendieron
en la conselleria de Sanitat que, durante un tiempo, hizo de la
sanidad catalana la más puntera del sur de Europa.
Casi treinta años
de práctica profesional en Cataluña y en catalán, haber escrito un
centenar de artículos y un par de libros en catalán, cierran este
preámbulo para intentar evidenciar que mi compromiso con la lengua y
cultura catalanas desde hace casi toda la vida.
Pero, y al mismo
tiempo, sin renunciar ni un miligramo a mi propia realidad española.
He vivido lo suficiente fuera de España como para haber tenido que
identificarme como español muchas veces. Y, en España, he vivido en
Castilla-León, Extremadura, el País Vasco, Baleares y Cataluña
varios años, además de haber viajado por prácticamente cada
rincón. No me pierdo por las calles en Madrid, ni en Zaragoza, ni en
Cádiz. Se dónde ir a comer en La Coruña, en Burgos, en Murcia y en
Santander. Con el título de bachiller por Salamanca, me ha dado
tiempo para pasar estancias de estudio en la Rábida y en Mahón. Y
he dado clases o conferencias en Pamplona, San Sebastián, Vizcaya,
Cantabria, Santander, Asturias, Santiago, Valladolid, Zaragoza,
Soria, Castellón, Cáceres, Ciudad Real, Valencia, Alicante,
Badajoz, Múrcia, Sevilla y Granada. Y hablado con la gente de todos
esos sitios y más.
Sin embargo la
realidad más reciente lleva a replantearse los compromisos. Lo que
ahora está pasando en Cataluña viene ya de lejos. Haría falta ser
del todo insensible para no darse cuenta que en los años que van
desde las olimpiadas (1992) la realidad de la vida y su progreso en
Cataluña se ha ido viendo gradualmente dificultada por una
desproporción entre lo que aquí se hacía y lo que debería pasar.
Entre lo que aquí se trabajaba—y por tanto se contribuía de
impuestos—y el retorno en inversiones públicas que dependiesen del
gobierno del estado. Entre lo que en Cataluña se avanzaba en
ámbitos como la enseñanza o la sanidad y lo que a ese progreso se
oponían las decisiones de los sucesivos gobiernos.
Cierto
es que los sucesivos gobiernos de la derecha en España han
legislado—por cierto con la connivencia de la derecha catalana—en
contra de la gente. Pero no menos cierto que, además, en contra o en
detrimento de Cataluña. Las políticas de obras públicas, de acceso
a becas, de asistencia social se han sucedido con una total
ignorancia y desprecio a la realidad de esta esquina de la península
que, se quiera o no, es distinta. O en cualquier caso más cara.
No hacía falta que
los economistas explicaran el déficit fiscal o la pérdida de
ordinalidad, eso que ha sido que Cataluña haya pasado de ser la
segunda o la tercera comunidad en recursos o riqueza, a la octava o
la décima. Los que trabajábamos en la función pública, como es la
sanidad, ya hace tiempo que lo veníamos notando. Que mis colegas en
el País Vasco, con el mismo puesto de trabajo y compromiso que yo,
ganasen 1500 euros más al mes no tenía más explicación que allí
los salarios de los médicos colgaban de unos mayores y mejores
recursos, obtenidos por el llamado concierto vasco.
Y luego han venido
los oprobios y los desprecios. El intento de modificar el estatuto en
el 2006 topó con una hostilidad inusitada por parte de los poderes
del estado.
Aunque fuese
evidentemente irritante, a mi no me sorprendió demasiado. Conozco
muy bien “los poderes del estado”, eso que más o menos
injustamente se llama “Madrí”. Es el conjunto de altos
funcionarios y directivos de instituciones centrales y centralizadas
que no han dejado de manipular los destinos de España desde el siglo
XIX. Pertenecen a una clase, a una casta de relaciones personales y
familiares que se mantiene por encima y alejada de las realidades de
la gente. He trabajado con ellos y para ellos, me he paseado por sus
despachos, he estado en sus reuniones y conciliábulos y he leído
sus escritos y disposiciones. Viven para ellos y desprecian la
periferia o se ríen de ella, subsumiéndola en ese humor regional
que tanta gracia les hace. Siguen contando chistes de gallegos, de
andaluces o de vascos, ridiculizando idiosincrasias o dejes locales.
Son los dueños del
cortijo y les da lo mismo que gobiernen los sociatas o el PP, aunque
y por razones obvias, les vaya mejor con los peperos.
Yo no aguanto el
Tribunal de Cuentas, en el que la plana mayor son todos primos o
cuñados, el Consejo de Estado, momias del pasado, la Abogacía del
Estado, leguleyos atrincherados en una oposición que hicieron hace
veinte años. La Confederación Hidrográfica de Ebro, El Consejo
General de Notarías y Registros, el Centro Nacional de Inteligencia,
el Instituto Cervantes, el Consejo General del Poder Judicial, la
Federación Española de Fútbol, el Archivo de la Guerra civil de
Salamanca, el Real Patronato del museo del Prado, son sólo unas
cuantas de las instituciones de las que querría ser independiente.
Además de la Guardia civil, el Cuerpo de Inspectores del Timbre,
AENA, la Casa Real, la Conferencia Episcopal, Tele5, Florentino Pérez
y la trama Gurtel: todo eso confabula contra los catalanes...y una
buena parte de los españoles.
Muy probablemente
la crisis económica o, mejor dicho, la crisis financiera y la rotura
de la burbuja inmobiliaria con su secuela de deshaucios y
bancarrotas, han precipitado eso que se anda llamando la “deriva
independentista”. Lo cierto es que sin ver una posible salida
coherente, los millones de ciudadanos que vienen llenando las calles
y las carreteras estos últimos años en manifestaciones
multitudinarias no se han vuelto todos locos ni están conducidos por
un Artur Mas iluminado.
Ni nos hemos vuelto
independentistas una tarde de estas después de ver un partido del
Barça.
La suma de oprobios
con una conciencia de nación, un recuerdo histórico que se quiera o
no está ahí, una lengua y una cultura propias y la esperanza en una
posibilidad de que se pueda crear un país nuevo nos lleva a dónde
estamos hoy. Y las amenazas reactivas del poder y del gobierno, de
que una Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión Europea,
de la ONU, de la NATo y hasta de la galaxia sólo hacen que estimular
los sentimientos independentistas. Entre otras cosas porque, con toda
probabilidad, todo ello no responde a evidencias conocidas.
Y en eso estamos.
Ya sabéis que toda
mi participación en el independentismo tiene un cierto tono jocoso y
festivo. Seguro que podéis haber pensado que viene a ser un
divertimento ahora que me sobra tiempo y me falta ocupación, Y hasta
de que haya un cierto “revival” de juventud de la lucha
antifranquista que provoca sonrisas de vuestra madre cuando me ve
preparando “senyeres” y pancartas.
Pero
esto va en serio. No sólo el Consell Assessor per la Transició
Nacional y sus amplios informes (Libro
blanco) sino un montón de gente inteligente, formal y seria,
lleva tiempo trabajando para conformar los mimbres
de un nuevo estado. Y yo me lo tomo en serio. He publicado un par de
docenas de artículos—reproducidos en mi blog La
percepción selectiva como esto—en
la prensa local y desde hace un tiempo con la correspondiente
reflexión.
O sea y en resumen,
que sí, que este país va hacia su independencia del reino de España
y muy probablemente no sólo porque sus habitantes lo quieran sino
porque desde el estado lo empujan. Y si las cosas van por donde van,
este 27 de septiembre vamos a dar un paso decisivo hacia un futuro
mejor.
Dad.
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